lunes, 13 de agosto de 2018

Atmósferas: el sonido de la pintura

Durante diversos momentos en la historia del arte, los pintores se han preguntado qué más puede ofrecer un lienzo, que supere el sujeto representado o la narrativa.

Luego de la invención de la fotografía, a inicios del siglo XIX, la pregunta se vuelve urgente. Los pintores sienten que la pintura puede y debe trascender la realidad, y que una manera de hacerlo es a través de mostrar más allá de lo literal. 

Los impresionistas nos enseñan lo que ellos perciben de la realidad, no la realidad en sí, y es esto lo que hace que, en un primer momento, su obra se considere difícil de comprender o, incluso, mal hecha. Imágenes como Paris: Rainy Day, de Gustave Caillebotte (ya mostrada por Lili), intentan conducir al espectador por la escena mostrada. Estamos bajo un paraguas, escuchando la lluvia, oliendo la humedad, sintiendo la atmósfera. 

Son muchos los ejemplos impresionistas que logran exitosamente esta sensación y cuesta mucho escoger. Uno de mis favoritos, de Èdouard Manet, Les Courses à Longchamp

Èdouard Manet, Les Courses à Longchamp (1867)
Art Institute, Chicago
Hay aquí tres elementos que colaboran en introducirnos en la atmósfera. En primer lugar, la ambientación: vemos nubes que parecen estarse moviendo: no es un día de sol, porque no es ese el objetivo. En la oscuridad del cielo podemos imaginar el movimiento del viento. Luego, la pincelada suelta nos habla de un movimiento aún mayor. No vemos los cascos de los caballos, sino el polvo que estos levantan. Del mismo modo, los espectadores son manchas borrosas, probablemente concentrados en la emoción de la carrera y en sus propios comentarios. Al ver a la mujer del tapasol, casi en primer plano, no es difícil imaginar el sonido de las voces.

Pero el elemento definitivo aquí es el ángulo imposible. Manet nos coloca donde nadie, en realidad, puede estar. Justo al frente de la carrera de caballos, escuchando los cascos contra el pavimento, oliendo la tierra levantada, a punto de ser embestido por la velocidad y el sonido. Es este ángulo imposible el que, finalmente, da a la pintura una trascendencia que la fotografía sólo puede envidiar.

Es, en esencia, un cuadro moderno, que nos introduce en esta nueva vida intensa y de velocidad. No somos espectadores de una carrera de caballos, sino parte ella.

El segundo ejemplo es casi de la misma época. En La Gare Saint-Lazare, Claude Monet reemplaza el sonido de la carrera por otros muy distintos. 

Claude Monet, La Gare Saint-Lazare (1877)
Musée d'Orsay, Paris
La intensidad es menor. La estación no está cargada de gente, y la velocidad es sólo una posibilidad. Un tren a vapor entra, llenando el espacio de humo. Hacia la derecha, viajeros o acompañantes esperan, deambulan. Podemos imaginar el chirrido del metal, el bufido del humo al salir de la chimenea, los gritos de los cargadores de maletas, las voces de los viajeros.

En este caso, es el mismo humo el que nos da no movimiento, sino calma. Y los viajeros, pinceladas separadas, nos hablan de un cierto silencio expectante. En un tercer plano, y a pesar del vapor azul que protagoniza la imagen, podemos imaginar que los edificios están bañados por el sol. 

El antropólogo francés Marc Augé hablaría, muchos años después, del no-lugar. Un espacio de transitoriedad al que las personas acuden porque están, en realidad, yendo a otra parte. La estación de tren es un no-lugar por excelencia, y quiero pensar que, anticipándose al concepto, Monet lo entendió así.

Estamos en la estación, pero estamos también en movimiento, hacia el tren, hacia quienes llegan, hacia la ciudad soleada que nos espera.

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